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El lado oscuro de los wichí

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Žižek (1992: 76, 103) utilizó el término lacaniano de “espectro de lo Real” para referirse al conflicto último que reside en el núcleo más profundo de cualquier orden social, un conflicto que no se puede nombrar, que no es simbolizable, porque precisamente de negarlo depende que el grupo pueda seguir viviendo sin angustia, sin deshacerse, pretendiendo la fantasía de que todo es armónico y es como se desea que sea.  Yo diría que la relación de género es uno de esos “espectros de lo Real”, y que suele actuar en relación compleja con otros conflictos de mucha más difícil catalogación (mucho menos simbolizables, como diría  Žižek). Uno de ellos es el que quiero mostrar a continuación. Constituye el núcleo más profundo de la identidad de una pequeña comunidad de la etnia wichí, denominada El Potrillo y localizada en el norte de la provincia argentina de Formosa. Pasé por ella hace poco más de un año, invitada y acogida por Lola y por Inés, que coordinan y gestionan la parte comercial de una cooperativa de mujeres wichí que tejen artesanías en fibra de chaguar.

El lado oscuro de los wichí.

Almudena Hernando.

En El Potrillo se ha impuesto la modernidad a golpe de construcción de escuela y hospital. Hasta hace muy pocos años, los wichí que ahora lo habitan eran cazadores-recolectores, pero el avance del capitalismo globalizador contribuyó por un lado a acabar con los recursos naturales de los que se nutrían, y por otro a la sedentarización de los propios wichí. Así que El Potrillo quedó aparentemente absorbido por la lógica que rige al resto del estado moderno al que pertenece, pero sin haber tenido tiempo ni seguramente deseo de hacer el proceso que exige semejante transición cultural. La consecuencia es que en El Potrillo convive un lado visible, diurno, ordenado y moderno con otro invisible, nocturno, caótico y ajeno a la lógica cultural, siendo el primero un mundo en el que se reafirman y construyen las mujeres y el segundo el ámbito en el que los hombres expresan el desorientado conflicto que en este momento les define.

El Potrillo no sólo no aparece en los mapas, sino que no existe ningún modo de llegar a la comunidad en transporte público. El Estado, sus carreteras asfaltadas y los autobuses sólo llegan hasta determinado punto de la Ruta 81 (que corre paralela a la frontera con Paraguay, comunicando el noroeste argentino con la ciudad de Formosa), desde donde resulta necesario que alguien nos permita terminar el recorrido en su coche o camioneta particular. Esto siempre y cuando la naturaleza lo permita, porque la carretera es de un barro tan gredoso que, cuando las lluvias deciden caer sobre ella, resulta completamente imposible entrar o salir. Y eso que ahora la carretera ha sido levantada sobre un talud de tierra que quiere protegerla (y servir de freno) a las crecidas del Putumayo, que, al entrar a esta zona procedente de Paraguay, pierde su curso, inunda una enorme superficie de tierra y muere. Hasta hace unos años, no sólo la carretera desaparecía en cada crecida, sino que la misma comunidad de El Potrillo hubo de ser trasladada de ubicación por la devastación producida por una de ellas. De esta manera, en su misma ubicación geográfica, la comunidad parece estar y no estar a la vez dentro de las fronteras del estado nacional.

El lado oscuro de los wichí.

Almudena Hernando.

En El Potrillo, las mujeres wichí son muy poderosas, aunque sólo de forma grupal, no individualizadamente. De hecho, son extremadamente tímidas y cerradas con los ajenos a su grupo, con quienes apenas murmuran mirando al suelo cuando se intenta sostener con ellas una conversación (en castellano). Sin embargo, se sienten fuertes y muy comunicativas entre sí cuando están dentro de su clan (y hablan wichí), lo que sucede la mayor parte de su tiempo. Visitar a una familia significa visitar al grupo de mujeres de esa familia: la abuela, las hijas, las nietas… Aunque niñas y chicas jóvenes ya asisten a la escuela, comparten el resto del tiempo con las demás mujeres, que pasan el día trabajando con el chaguar: recogiendo las plantas, sacando los hilos, tiñéndolos, tejiendo las bolsas, canastas, muñecos… Pero, sobre todo, hablan, cuidan a sus hijos y sienten que son sólo una parte de ese conjunto más amplio que es su propio clan. Su fortaleza no sólo deriva de esa pertenencia, o de la reafirmación derivada de su muy temprana maternidad, sino también del hecho de ser ellas quienes sostienen económicamente a sus familias. Ellas son las que ingresan dinero, no sólo a través de las artesanías, sino también de los subsidios que el Estado les concede por ser indígenas, o por los hijos que tienen.

Mientras tanto, los hombres wichí se sienten profundamente desorientados vitalmente. Hasta no hace muchos años los wichí eran cazadores-recolectores, y los hombres tenían una función clara en su sociedad. Pero, en este momento, la han perdido. Todos los niños están escolarizados, pero la sociedad no les ofrece otras salidas profesionales que las muy escasas de maestro, técnico sanitario o, en algún caso aislado, miembro de una cooperativa para la producción de miel. No tienen manera de formarse en algún oficio, de concebir un futuro donde puedan sentir orgullo y protagonismo. Así que, mientras las chicas se sienten fuertes y respaldadas por su clan, los chicos están cada día más desorientados y no atisban a vislumbrar un futuro posible. La consecuencia es que cada día son más frecuentes las pandillas de chicos adolescentes que se drogan con pegamento y que circulan amenazadoramente por las calles cuando cae el sol. También son muy frecuentes las carreras, persecuciones, gritos y encuentros sexuales en cuanto llega la noche, bajo las estrelladas y cálidas noches de Formosa. Todo el mundo las escucha y sabe que El Potrillo se convierte, al caer el sol, en escenario de dinámicas sociales y personales que contradicen aquellas con las que se viste de limpio al despuntar el día para presentarse ante el visitante y definirse frente al mundo exterior. Por el día todo es orden, norma, regularización, expresión pura del pretendido progreso que su absorción en la globalizada modernidad les impone. En sus tiendas está prohibido vender alcohol, chicos y chicas asisten a la escuela, el calor adormece y vacía las calles. La calma y el silencio sirven de marco a la ordenada ejecución de las prescripciones de la modernidad. Por la noche, El Potrillo vive otra cara de sí mismo, una cara oculta y oscura, en la que aflora el conflicto latente, las pasiones aún no suficientemente reprimidas o controladas, la evidencia de que la modernidad no se puede imponer a golpe de norma y de regulación. Por la noche, El Potrillo es tensión, pasión, amenaza y descontrol. Este lado oscuro está protagonizado sobre todo por los chicos, por esos jóvenes a los que la modernidad les ha robado la definición de una masculinidad cuyos atributos estaban perfectamente claros cuando eran cazadores, pero cuya alternativa aún no les permite imaginar. Son ellos los que se drogan y forman las pandillas que llevan al resto del grupo a cerrar bien las puertas cuando cae el sol y son ellos también los que emiten esos silbidos que se escuchan en la noche, llamando a las chicas que acuden para sostener encuentros sexuales, los que las persiguen en carreras en las que se confunde el juego con la caza, con el sexo, con la noche…

El lado oscuro de los wichí.

Almudena Hernando.

En El Potrillo he discutido sobre el papel de chicos y chicas en estos desordenados y ocultos encuentros. Se me dice que las chicas buscan el encuentro tanto como ellos, lo que las coloca en una posición de igualdad. Y aunque no dudo lo primero, sí me permito desconfiar de que eso indique lo segundo, porque precisamente si en el algo se expresa el orden patriarcal es en la reproducción de un deseo en las mujeres que se hace coincidir con la satisfacción del deseo masculino. En mi opinión, la imposición de la modernidad en El Potrillo ha dejado sin función social e identidad a los hombres, lo que, sin embargo, no ha sucedido con las mujeres. Ellas, a través de las artesanías (y la ayuda de gente generosa como Lola e Inés) están pudiendo adaptarse a un mercado capitalista que demanda “autenticidad étnica” en sus productos. Y a su vez, para realizarlos, están reafirmando sus lazos familiares y clánicos, lo que les permite reafirmarse en su identidad tradicional al tiempo que navegar en las procelosas aguas de la globalización. Pero los hombres aún no han encontrado su lugar en el nuevo orden impuesto. Ya no son cazadores, pero tampoco pueden ser otra cosa, porque no hay oficios ni trabajos para ellos en una comunidad a la que se impone la escolarización pero no se ofrece salida a esa formación. Al vivir básicamente de subsidios y ayudas del estado (que cobran las mujeres), en El Potrillo los hombres no tienen un lugar ni una manera de reafirmarse. Sólo pueden expresar lo que son, lo que están siendo en este momento, a través del desorden y del conflicto, y sólo pueden reafirmarse a través del plus de masculinidad que en una sociedad heteropatriarcal otorga la imposición de su deseo sexual sobre las mujeres.

La globalización avanza y deglute a todo posible nuevo consumidor. Pero, en ocasiones, como en el caso de los wichí de El Potrillo, no les dota de suficientes herramientas como para que el nuevo orden socioeconómico oculte los conflictos que genera. Y eso hace que en ellos sea mucho más visible el lado oscuro que toda sociedad oculta y ese “espectro de lo Real” sin el cual no sería lo que es, como explicaba Žižek.

 

Bibliografía

Žižek, S. 1992 [1989]. El sublime objeto de la ideología. Fondo de Cultura Económica, México.


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